miércoles, 17 de octubre de 2012

ENERGÍA INÚTIL Capítulo I : “La Hermandad de los Inútiles”




ENERGÍA INÚTIL

Por Arturo Londoño Amórtegui


Capítulo I
 “La Hermandad de los Inútiles”



Ilustración: Arturo Londoño Amórtegui

“Cuco” fue el último en unirse a nuestra hermandad. Nunca supimos su verdadero nombre ni mucho menos su apellido, aunque realmente esto no importaba. Para ser miembro de nuestro grupo, el nombre era lo de menos. Solo se debía cumplir una serie de características especiales que Cuco tampoco presentaba; sin embargo, tenía una gran ventaja que hizo que su vinculación a nuestra hermandad fuera una excepción a la regla: Cuco era extremadamente rico. Rico e idiota. El mesías que habíamos esperado por largos años y que por fin había llegado para complacer los deseos y ocurrencias en pro de cumplir nuestro fraternal lema: 

“No hacer nada útil”.

La tarde en que lo vi llegar por primera vez al edificio, me pareció el remedo de un dibujo de esos hecho por los niños de primaria: Alto y obeso vestido con una camiseta de Mickey Mouse metida dentro de un pantalón  de pana café que le llegaba hasta arriba del tobillo. –Un idiota completo- pensé desde que lo ví a lo lejos y mi percepción era ratificada por sus torpes movimientos de tipo grande que no puede coordinar un paso tras otro sin enredarse con sus propios pies.

Yo permanecí un rato mirando como trataba de coordinar a los hombres que le hacían la mudanza en el edificio y me reía a carcajadas viendo como estos tipos le tomaban del pelo y amontonaban en el piso de mala manera y dejaban caer las innumerables cajas y muebles que Cuco traía consigo; sin embargo, mi interés hacia el dejó ser netamente por burla hasta el momento en que lo vi sacar de su bolsillo una abominable cantidad de billetes arrugados que le daba sin contar a los hombres para que fueran a comprar un refresco, para que después del descanso terminaran de subir las cajas al quinto piso donde se había mudado.

No tardé mucho en contarle a Rafaelo sobre el nuevo inquilino del edificio.  Rafaelo (De hecho se llamaba Rafael), era mi gran amigo y segundo miembro de la “Hermandad de los Inútiles”; si bien, no era tan inútil como yo, se encontraba en proceso de ser una fuerte competencia. A diferencia mía (que nunca lo había hecho), Rafaelo trabajó por un tiempo; incluso, cuenta la leyenda, llegó a ser maestro de escuela por un par de años. Un día dejó de ir a clases sin explicación alguna. Las directivas lo llamaron a su teléfono y la dueña de la casona donde este rentaba una habitación para vivir les comentó que parecía que estuviese enfermo ya que no había salido en tres días. Una semana después,  la dueña de la casona, extrañada por el total  silencio de Rafaelo, le pidió a su esposo que forzara la cerradura de la habitación (creyendo que Rafaelo había  muerto), Entonces sintieron una inmunda pestilencia y el hedor de las moscas que volaban por todo el lugar; Rafaelo no estaba muerto; lo encontraron sentado en el piso de su habitación rodeado de montañas y montañas de casetes de Betamax con películas pornográficas que veía absorto, sin parpadear, sin descansar e incluso sin dormir. Por más que intentaron moverlo del lugar, les fue imposible. Rafaelo en un estado de mesmerismo solo pudo ser levantado por dos policías que lo golpearon después de apagar el televisor para llevarlo a la calle y dejarlo a su suerte por orden de la dueña de la casona. Desde esa noche, los vecinos jamás olvidaron la imagen de los dos policías sacando a empujones a un esqueleto desnudo a la calle para después golpearlo en las costillas y piernas. El departamento de psicología de la Escuela donde Rafaelo trabajaba culpó la conducta del educador al stress generado por las clases, y temiendo una denuncia por parte de este, le dió una generosa suma de dinero para que se fuera una semana de vacaciones a las islas y regresara renovado a sus labores. Rafaelo no solo no viajó como lo habían propuesto sus directivos, sino que gastó todo ese dinero en pornografía. Pronto se hizo amigo de un distribuidor mayorista de estos casetes y consiguió más rebajas en sus compras; con el tiempo obtuvo un carnet de cliente fiel y pudo redimir puntos en almacenes de cadena. De esto habían pasado ya tres años hasta cuando lo conocí. Para ese entonces, Rafaelo no era solo un cadáver ambulante que veía sus películas 18 de las 24 horas del día, sino que tenía la colección de casetes de Betamax más grande del país de este género y las alquilaba para suplir sus necesidades más básicas y continuar comprando más y más películas. Así pues, que cuando no se la pasaba encerrado entre sus casetes viendo los filmes, solía ir a beber conmigo, cosa en la que, realmente yo le llevaba amplísima ventaja.


Cuando le hablé por primera vez a Rafaelo de la forma en que Cuco repartía su dinero sin el mayor interés por su denominación, vi un brillo en sus ojos que nunca había visto antes, más aún cuando le conté que Cuco tenía un nuevo aparato para ver películas llamado VHS. Pasó muy poco tiempo para que sustrajéramos este reproductor de su apartamento y Rafaelo desapareciera por largas semanas mientras veía en VHS sus clásicos remasterizados.

Sin embargo, no fue fácil entrar por primera vez al apartamento de Cuco. Pese a que ya llevábamos un par de meses de “amistad”, siempre fue reacio a dejarnos entrar por temor a su abuela. Si…este imbécil de casi dos metros temía que su abuela –con quien únicamente vivía- se ofuscara si veía a alguien extraño en el lugar. Por fortuna, la vieja solía ir al campo un fin  de semana al mes dejando lugar para nosotros. Fue Margarita quien finalmente y aprovechando el viaje de la anciana, lo convenció de dejarnos entrar una noche a su apartamento. Con la excusa de crear un pacto de amistad entre los cuatro y hacerlo parte formal de nuestra hermandad de “Amigos para Siempre”; una estrategia que finalmente sirvió para que pudiéramos conocer el impresionante apartamento de Cuco.

Si Rafaelo era un inútil cuya única ambición era tener la colección de películas para adultos más grande del mundo, Margarita era una inútil cuya sagacidad para salirse con la suya era directamente proporcional a sus ganas de no esforzarse en demasía. Alguna vez, Margarita trabajó para una oficina de operaciones contables. Como en esos días empezaban a utilizar el computador para hacer las cuentas, Margarita aprendió con suma habilidad el uso del teclado numérico a tal punto que se convirtió en la digitadora más hábil e imprescindible de toda la empresa. Un año  y medio de infatigable trabajo, Margarita demandó a su antigua empresa por “lesiones irreversibles en su túnel carpiano” y consiguió una pensión vitalicia gracias a los resultados de los estudios médicos hechos casualmente por un familiar suyo.


Aquella noche de sábado, donde por fin pudimos entrar al apartamento de Cuco y abusar con extremo descaro de su hospitalidad y estupidez, fue el inicio del fin de aquella hermandad y el giro irreversible de nuestras inútiles vidas hacia la fatalidad.


Continuará...

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