EL
CEBOLLERO TRANSFORMER
¿Saben
ustedes a dónde va todo el estrés de las personas cuando suben al transporte
público?
¿Hacia
dónde se dirige todo el hastío y malos pensamientos al ir tarde al trabajo, presentarse
un embotellamiento, o cuando el conductor se detiene lejos de la parada?
Bueno,
pues eso no va a ningún lado. Se queda allí mismo.
Déjenme
narrarles un relato perdido en la noche de los tiempos, cuando ocurrió un
increíble hecho que si bien no cambió la vida de la ciudad para siempre, si la
marcó de manera significativa.
Después
de más tres décadas de operación y tras la gran caída de todos los sistemas, el
único medio de transporte que cubría las rutas de la ciudad había dejado de
operar de manera repentina. La solución del gobierno ante aquel acontecimiento,
fue regresar a los antiguos y obsoletos autobuses que habían salido de circulación hacía más de 50 años. Esta, la
mejor alternativa para solventar el servicio del sistema anterior, se convirtió
no solo en el único medio de transporte en funcionamiento, sino también en el más
repudiado y odiado por todos los ciudadanos: su deficiente servicio, precarias
condiciones y decrépito estado, eran la prueba fehaciente del odio generalizado
de los ciudadanos al llamado bus "cebollero".
Un
día ocurrió.
Aquel
odio y rechazo acumulado por todos esos años, había llegado a tal punto, que no
pudo permanecer más rondando dentro de todos esos vehículos, y cuan vil y
perverso era, le dio vida propia a los mismos autobuses en que residía.
Eran
las seis de la tarde y en medio del ya común tráfico de aquella hora, los
autobuses se detuvieron repentinamente.
Ofuscados por el incidente, la inconformidad de los pasajeros no se hizo
esperar. Los intentos de los conductores por intentar poner de nuevo en
funcionamiento los vehículos fueron en vano.
No
pasaron más de un par de minutos cuando sin explicación alguna, los autobuses empezaron
por si mismos a unirse, apilándose para crear extremidades móviles, hasta que
una gran cantidad de estos formaron un gigantesco
robot-"cebollero" lleno de odio y maldad en contra de todo.
Así
comenzó la destrucción.
Sobre
la calle 100, el gigantesco ser dio unos cortos pasos y giró la cabeza hacia
una de las paradas de los autobuses. Impactados por lo que en un principio
creyeron un impresionante show de mercadotécnica con el fin de recuperar la imagen del sistema masivo, los transeúntes se
quedaron estupefactos ante aquella visión. Esto fue lo último que pudieron ver.
El cebollero transformer (como empezó a ser conocido) aplastó la parada sin el
menor esfuerzo y sin importarle en absoluto la gente.
El
gigante mecanizado siguió su camino.
La
marcha continuó, y en ella, el cebollero transformer no solo destruyó
automóviles, transeúntes y negocios, sino sus mismas paradas y antiguas
estaciones de otros sistemas masivos ya inactivos, tomándose su tiempo para
saquear las taquillas y otros medios de pago.
El
ente seguía marchando imparable en su camino de destrucción y odio.
Después
de patear y dejar inservibles un par de tanques de guerra (aquel mismo odio
había multiplicado la fuerza del cebollero
transformer), el gobierno optó por la única medida extrema para detener al
monstruoso ser que estaba destruyendo las vías del transporte y todo a su
alrededor.
Aún
no estaba terminado, pero en aquel experimento genético residía la única
esperanza de salvación; entonces, la liberaron.
La
Blattodea Columbida, o cariñosamente llamada "Rosita", era una
gigantesca especie híbrida, con un cuerpo de cucaracha resistente a los ataques
de las armas de fuego y la habilidad de vuelo de las palomas de la Plaza de
Bolívar, muchas de las cuales, habían sido sacrificadas en pro de optimizar la
genética del nuevo experimento de defensa nacional.
Al
no estar completamente adiestrada en la recepción de órdenes a distancia, sobre
la cabeza de Rosita se improvisó una silla semejante a la de un caballo que fue
montada por su entrenador. El hombre, valiéndose de larguísimas riendas, dirigió
a la nueva especie hacia el cebollero transformer para detenerlo de manera
inmediata.
Rosita
voló torpemente y se estrelló un par de veces contra los edificios. Finalmente
llegó al lugar donde se encontraba el cebollero destructor, sobre la altura de
la calle 26.
Allí
inició una titánica batalla: el cebollero transformer lanzaba golpes a Rosita y
esta caía sobre los automóviles aumentando así el número de víctimas; Luego, esta
alzaba el vuelo y golpeaba al “cebollero” con sus grandes alas de paloma,
haciéndolo rodar sobre el piso, solo para lograr que este se pusiera de pié
nuevamente y con su odio aumentado, le lanzara todo aquello que encontraba a su
paso: postes de luz, motos, cabinas telefónicas y hasta un par de abogados que,
viendo la magnitud de aquella lucha, quisieron ofrecer sus servicios a los
pasajeros del cebollero para demandar por daños a Rosita, por si esta ganaba la
batalla. Los estruendos, gritos y explosiones no tardaron en presentarse.
Pronto la calle 26 se vio envuelta en grandes olas de llamas y humo que se
alzaban varios metros sobre el suelo. El caos, el fuego y la muerte se
apoderaron del lugar.
Sin
embargo, La falta de entrenamiento de Rosita se hacía cada vez más notorio a
medida que la fuerza, producto del odio
del cebollero transformer le daban ventaja en batalla. Después de larguísimos
minutos de pelea y destrucción masiva, la balanza se inclinó del lado del
monstruo mecanizado; en una inteligente acción del mismo, el gigante le cortó
de un solo tajo media ala a Rosita, valiéndose de la ayuda de la valla de
publicidad de un caldo de gallina.
Mutilada
e imposibilitada para alzar el vuelo, Rosita comenzó a huir arrastrándose por
las incendiadas calles, mientras esquivaba torpemente los golpes que el
cebollero transformer le continuaba propinando; cegado por el humo de los
carros incendiados, el cebollero la perdió de vista por unos instantes. Rosita,
dejando un rastro de sangre y linfa, se arrinconó como pudo entre unos
escombros y permaneció aguantando su dolor en silencio. No duró mucho tiempo
oculta. Al ser detectada de nuevo, el cebollero transformer se lanzó a ella decidido
a exterminarla de manera definitiva; al encontrarla, arremetió a golpes en su
contra aplastando con el primer puño a su entrenador. Los golpes siguientes
amentaron en constancia y fuerza, rompiendo parte del cráneo y la coraza de
Rosita, cuya visión ya empezaba a nublarse por la cercanía de la muerte. En un
último esfuerzo por huir, Rosita intentó dolorosamente alzar vuelo y se elevó
unos metros sobre su enemigo, quien la atrapó en el aire tomándola por su cola
de paloma para evitar su huida. El monstruo mecanizado la halaba a medida que esta,
haciendo fuerza opuesta, intentaba infructuosamente mantenerse en el aire aleteando
hacia el cielo con desespero.. Entonces y en aquel último instante, se develó
su arma más poderosa y oculta, algo con lo que los científicos que la
desarrollaron no habían contado, y que se encontraba intrínseco en su genética
estructural: El cebollero al halar su cola, provocó la salida de un torrente
imparable de ácidas y corrosivas heces, las
mismas heces que, producto de las palomas de la Plaza de Bolívar (de quienes
Rosita había heredado su genética), habían corroído todas las edificaciones de
aquel zócalo, y que ahora, maximizado por el tamaño de esta, caía sobre la
cabeza del cebollero transformer
regándose sobre su cuerpo y derritiendo rápidamente la chatarra con que
estaba hecho. Al perder el equilibrio y la estabilidad, el cebollero cayó rápidamente,
desmembrándose en el suelo. Ya no pudo volver a ponerse de pié. El odio había
sido vencido por el estiércol.
Rosita
permaneció allí, en el umbral entre la vida y la muerte.
Cuando
despertó, su ala había sido remendada toscamente. No había muerto, y ahora, se
encontraba muy lejos de estarlo. Había salvado a Bogotá de la destrucción del
cebollero transformer y su recompensa fue su “transformación”, No en un ser
mecánico como su enemigo, sino en la solución al problema del odio y del
transporte precario. Rosita, ahora cargaba sobre su lomo de cucaracha una larga
serie de sillas clavadas a su caparazón. Ya no se requeriría transportarse
sobre las destruidas calles en los obsoletos cebolleros de hace 50 años, cuando
se podían surcar los cielos grises de la ciudad sobre ella. Pronto, los
genetistas replicarían a Rosita y pintarían su coraza de colores distintivos
para cada ruta, y las calles, antes transitadas por los cebolleros y sus
antecesores, serían el contenedor de sus corrosivas heces, pero la navegación
sobre estas y el conflicto internacional que se generó por el provecho de los
residuos radioactivos que estas contenían, es otra historia.
FIN