jueves, 21 de febrero de 2013

De la serie: "Aquellas raras historias de Latinoamérica" :



EL CEBOLLERO TRANSFORMER



¿Saben ustedes a dónde va todo el estrés de las personas cuando suben al transporte público?

¿Hacia dónde se dirige todo el hastío y malos pensamientos al ir tarde al trabajo, presentarse un embotellamiento, o cuando el conductor se detiene lejos de la  parada?

Bueno, pues eso no va a ningún lado. Se queda allí mismo.

Déjenme narrarles un relato perdido en la noche de los tiempos, cuando ocurrió un increíble hecho que si bien no cambió la vida de la ciudad para siempre, si la marcó de manera significativa.

Después de más tres décadas de operación y tras la gran caída de todos los sistemas, el único medio de transporte que cubría las rutas de la ciudad había dejado de operar de manera repentina. La solución del gobierno ante aquel acontecimiento, fue regresar a los antiguos y obsoletos autobuses que habían salido de  circulación hacía más de 50 años. Esta, la mejor alternativa para solventar el servicio del sistema anterior, se convirtió no solo en el único medio de transporte en funcionamiento, sino también en el más repudiado y odiado por todos los ciudadanos: su deficiente servicio, precarias condiciones y decrépito estado, eran la prueba fehaciente del odio generalizado de los ciudadanos al llamado bus "cebollero".

Un día ocurrió.

Aquel odio y rechazo acumulado por todos esos años, había llegado a tal punto, que no pudo permanecer más rondando dentro de todos esos vehículos, y cuan vil y perverso era, le dio vida propia a los mismos autobuses en que residía.

Eran las seis de la tarde y en medio del ya común tráfico de aquella hora, los autobuses  se detuvieron repentinamente. Ofuscados por el incidente, la inconformidad de los pasajeros no se hizo esperar. Los intentos de los conductores por intentar poner de nuevo en funcionamiento los vehículos fueron en vano.

No pasaron más de un par de minutos cuando sin explicación alguna, los autobuses empezaron por si mismos a unirse, apilándose para crear extremidades móviles, hasta que una gran cantidad de estos formaron un gigantesco robot-"cebollero" lleno de odio y maldad en contra de todo.

Así comenzó la destrucción.

Sobre la calle 100, el gigantesco ser dio unos cortos pasos y giró la cabeza hacia una de las paradas de los autobuses. Impactados por lo que en un principio creyeron un impresionante show de mercadotécnica con el fin de recuperar la  imagen del sistema masivo, los transeúntes se quedaron estupefactos ante aquella visión. Esto fue lo último que pudieron ver. El cebollero transformer (como empezó a ser conocido) aplastó la parada sin el menor esfuerzo y sin importarle en absoluto la gente.

El gigante mecanizado siguió su camino.

La marcha continuó, y en ella, el cebollero transformer no solo destruyó automóviles, transeúntes y negocios, sino sus mismas paradas y antiguas estaciones de otros sistemas masivos ya inactivos, tomándose su tiempo para saquear las taquillas y otros medios de pago.

El ente seguía marchando imparable en su camino de destrucción y odio.
Después de patear y dejar inservibles un par de tanques de guerra (aquel mismo odio había  multiplicado la fuerza del cebollero transformer), el gobierno optó por la única medida extrema para detener al monstruoso ser que estaba destruyendo las vías del transporte y todo a su alrededor.

Aún no estaba terminado, pero en aquel experimento genético residía la única esperanza de salvación; entonces, la liberaron.

La Blattodea Columbida, o cariñosamente llamada "Rosita", era una gigantesca especie híbrida, con un cuerpo de cucaracha resistente a los ataques de las armas de fuego y la habilidad de vuelo de las palomas de la Plaza de Bolívar, muchas de las cuales, habían sido sacrificadas en pro de optimizar la genética del nuevo experimento de defensa nacional.
Al no estar completamente adiestrada en la recepción de órdenes a distancia, sobre la cabeza de Rosita se improvisó una silla semejante a la de un caballo que fue montada por su entrenador. El hombre, valiéndose de larguísimas riendas, dirigió a la nueva especie hacia el cebollero transformer para detenerlo de manera inmediata.



Rosita voló torpemente y se estrelló un par de veces contra los edificios. Finalmente llegó al lugar donde se encontraba el cebollero destructor, sobre la altura de la calle 26.

Allí inició una titánica batalla: el cebollero transformer lanzaba golpes a Rosita y esta caía sobre los automóviles aumentando así el número de víctimas; Luego, esta alzaba el vuelo y golpeaba al “cebollero” con sus grandes alas de paloma, haciéndolo rodar sobre el piso, solo para lograr que este se pusiera de pié nuevamente y con su odio aumentado, le lanzara todo aquello que encontraba a su paso: postes de luz, motos, cabinas telefónicas y hasta un par de abogados que, viendo la magnitud de aquella lucha, quisieron ofrecer sus servicios a los pasajeros del cebollero para demandar por daños a Rosita, por si esta ganaba la batalla. Los estruendos, gritos y explosiones no tardaron en presentarse. Pronto la calle 26 se vio envuelta en grandes olas de llamas y humo que se alzaban varios metros sobre el suelo. El caos, el fuego y la muerte se apoderaron del lugar.

Sin embargo, La falta de entrenamiento de Rosita se hacía cada vez más notorio a medida que la fuerza, producto del  odio del cebollero transformer le daban ventaja en batalla. Después de larguísimos minutos de pelea y destrucción masiva, la balanza se inclinó del lado del monstruo mecanizado; en una inteligente acción del mismo, el gigante le cortó de un solo tajo media ala a Rosita, valiéndose de la ayuda de la valla de publicidad de un caldo de gallina.

Mutilada e imposibilitada para alzar el vuelo, Rosita comenzó a huir arrastrándose por las incendiadas calles, mientras esquivaba torpemente los golpes que el cebollero transformer le continuaba propinando; cegado por el humo de los carros incendiados, el cebollero la perdió de vista por unos instantes. Rosita, dejando un rastro de sangre y linfa, se arrinconó como pudo entre unos escombros y permaneció aguantando su dolor en silencio. No duró mucho tiempo oculta. Al ser detectada de nuevo, el cebollero transformer se lanzó a ella decidido a exterminarla de manera definitiva; al encontrarla, arremetió a golpes en su contra aplastando con el primer puño a su entrenador. Los golpes siguientes amentaron en constancia y fuerza, rompiendo parte del cráneo y la coraza de Rosita, cuya visión ya empezaba a nublarse por la cercanía de la muerte. En un último esfuerzo por huir, Rosita intentó dolorosamente alzar vuelo y se elevó unos metros sobre su enemigo, quien la atrapó en el aire tomándola por su cola de paloma para evitar su huida. El monstruo mecanizado la halaba a medida que esta, haciendo fuerza opuesta, intentaba infructuosamente mantenerse en el aire aleteando hacia el cielo con desespero.. Entonces y en aquel último instante, se develó su arma más poderosa y oculta, algo con lo que los científicos que la desarrollaron no habían contado, y que se encontraba intrínseco en su genética estructural: El cebollero al halar su cola, provocó la salida de un torrente imparable de ácidas y corrosivas heces,  las mismas heces que, producto de las palomas de la Plaza de Bolívar (de quienes Rosita había heredado su genética), habían corroído todas las edificaciones de aquel zócalo, y que ahora, maximizado por el tamaño de esta, caía sobre la cabeza del cebollero transformer  regándose sobre su cuerpo y derritiendo rápidamente la chatarra con que estaba hecho. Al perder el equilibrio y la estabilidad, el cebollero cayó rápidamente, desmembrándose en el suelo. Ya no pudo volver a ponerse de pié. El odio había sido vencido por el estiércol.

Rosita permaneció allí, en el umbral entre la vida y la muerte.

Cuando despertó, su ala había sido remendada toscamente. No había muerto, y ahora, se encontraba muy lejos de estarlo. Había salvado a Bogotá de la destrucción del cebollero transformer y su recompensa fue su “transformación”, No en un ser mecánico como su enemigo, sino en la solución al problema del odio y del transporte precario. Rosita, ahora cargaba sobre su lomo de cucaracha una larga serie de sillas clavadas a su caparazón. Ya no se requeriría transportarse sobre las destruidas calles en los obsoletos cebolleros de hace 50 años, cuando se podían surcar los cielos grises de la ciudad sobre ella. Pronto, los genetistas replicarían a Rosita y pintarían su coraza de colores distintivos para cada ruta, y las calles, antes transitadas por los cebolleros y sus antecesores, serían el contenedor de sus corrosivas heces, pero la navegación sobre estas y el conflicto internacional que se generó por el provecho de los residuos radioactivos que estas contenían, es otra historia.

FIN
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